jueves, 2 de junio de 2011

Vi una vez en la calle un barrendero escoltado por dos policías que empujaba libros a un contenedor. No se dignaba a tocarlos, los empujaba con la escoba como si se tratara de mierda. Los empujaba con la escoba arrastrándolos por el suelo y los recogía con el recogedor. Eran libros confiscados. Era un alijo de libros. Por eso los arrastraban con la escoba, como al cadáver de Héctor. Eran tantos que tenían que ir poco a poco. No es fácil deshacerse de tantas palabras como si tal cosa. Destruían las suficientes ideas como para tomarse un rato. Eran libros para niños. Esos hijos de puta atracaban a los niños y arrastraban su futuro por el suelo como si fuese mierda. Esa carroña había hecho que un niño nunca conociese al Principito. Habían pervertido a un niño, habían perpetrado un adulto, habían hecho de un niño un hijo de puta, habían hecho de un niño un hijo de puta, habían hecho de un niño un cabrón.
¿Y yo que hice? Nada. Los miré y no dije nada. Y ni siquiera sé si los miré con el odio que se merecían o si simplemente los miré. Ahí, mirando, me convertí en su cómplice. Y no dije nada, no les dije nada. No les dije "cada uno de esos libros vale más que vuestras vidas juntas". No les dije "su tinta vale más que vuestra sangre". No les dije "ojalá la limpie un barrendero del suelo escoltado por dos policías".

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